por Vicent Masià
Dice un antiguo proverbio oriental que “si cortas tus cadenas te liberas, pero si cortas tus raíces te mueres”.
Los españoles ante el resto de los pueblos
Que los ingleses son naturales de Inglaterra es una obviedad bien palpable e indiscutible, pero que el origen del fútbol español esté en muchos de los ciudadanos ingleses -y por extensión en Inglaterra- que a finales del s. XIX pasaron unos años de su vida laboral en España, es una afirmación de frecuente uso diario por parte de muchos aficionados que habría de analizarse con peros y señales. Analicemos por qué.
Los españoles, quizás por nuestra peculiar forma de ser o por razones puramente geográficas al pertenecer a un país periférico europeo rodeado en una gran extensión por mar, desde nuestro peninsular aislamiento nunca hemos tenido muy claro -salvo honrosas excepciones-, cuál es la pertenencia o naturalidad étnica de muchos de los extranjeros que nos han visitado, de algunos de los países de nuestro entorno y no digamos, de aquellos hallados en confines de otros continentes a miles de kilómetros de nuestro hogar.
Desde hace muchísimos siglos es común, algo que no debería pero se ha convertido en normal, el generalizar y juntar bajo un mismo paraguas a algunas personas procedentes de un mismo territorio por muy basto que este sea y por muy distintas que sean sus señas de identidad, agrupar a otras por sus rasgos físicos o color de piel, a otras por su religión y a otras por su hábitat o entorno cultural de parecidas características. Una percepción o mal compartido que nos cuesta ignorar la gran cantidad de pueblos que existen en el mundo y no apreciar la diversidad de costumbres que reúne el ser humano en base al lugar de su procedencia.
Así pues tradicionalmente a los árabes de origen sirio y religión musulmana que ocuparon España durante varios siglos les denominamos moros, el mismo gentilicio que a todos los habitantes del Magreb norteafricano, en cuanto a moros son solo los de origen marroquí. A casi todos los pueblos de la extinta Unión Soviética les consideramos rusos, a los pueblos del norte europeo les solemos llamar suecos, lo sean o no, a los neerlandeses les consideramos holandeses cuando en este país hay zelandeses, brabantinos o frisones, por ejemplo, a los oriundos de América del Sur o Centroamérica se les denominó en su día indios, a casi todos los pueblos de rasgos orientales les llamamos chinos, etc.
Los distintos pueblos que habitan el archipiélago británico no podían escaparse a esta tendencia generalista con la cual los españoles nos encargamos de reconocer a aquellos ciudadanos de similares caracteres y fruto de ello pocos son los que distinguen que estas islas engloban a dos estados como son la República de Irlanda por un lado y el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte por otro. Si indagamos algo más y nos detenemos con uno de los dos, los del Reino Unido, comprobaremos que es un estado con cuatro nacionalidades definidas: Inglaterra, Escocia y Gales dentro de la Isla de Gran Bretaña e Irlanda del Norte al norte de la Isla de Irlanda.
Ningún irlandés se considerará inglés, ni ningún inglés manifestará ser galés, ni mucho menos aún un escocés exclamará ser inglés tras toda la historia que les persigue. Sin embargo para nosotros, sin serlo, todos nos parecen iguales y los etiquetamos gratuitamente como ingleses sean de Glasgow, Swansea, Belfast o Liverpool. Pero aún más, al Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte no tenemos reparo alguno en llamarle Inglaterra, como si tal cosa, en cuanto Inglaterra es una de las cuatro porciones del Reino Unido, no la única.
La necesidad de capital extranjero durante la segunda mitad de s. XIX
La guerra que mantuvo España frente a las tropas francesas de Napoleón a principios del s. XIX ocasionó un enorme gasto en las arcas del país que nos hundió económicamente. A consecuencia de ello el déficit se disparó y el Gobierno tuvo que promover dos desamortizaciones prácticamente consecutivas, la emprendida por Mendizábal en 1836 y la de Madoz en 1855, para amortizar la deuda pública e invertir en infraestructura, siendo esta última la que más rendimiento obtuvo después de expropiar un enorme patrimonio que estaba en manos del propio Estado, de la iglesia, bajo órdenes militares y en menor número en los ayuntamientos.
España se veía en gran desventaja frente al resto de potencias europeas y en aquellos instantes se temía perder el tren de la industrialización que tantos beneficios acarreaba a sus promotores, siendo el Reino Unido sobre todo su cabeza más visible seguido de Francia y en menor escala por Alemania. La producción de acero se convirtió en una necesidad ineludible, una verdadera cuestión de Estado para subirse al caballo del progreso, pero el camino no era fácil y antes de abordar tal empresa cabía afrontar otras cuestiones.
La apuesta siderúrgica requería carbón como combustible, el carbón precisaba de un medio de transporte para ir desde la mina a la industria y en el caso de España, minas habían pocas, su extracción era cara y el transporte una utopía. Hacían falta ferrocarriles para interconectar las fuentes de materias primas con los centros de manufacturación, como también era necesario disponer de barcos de vapor fabricados con hierro y posteriormente de acero que consumían gran cantidad de carbón para importar este mismo mineral de otros países con más producción y calidad. Este círculo supuso un verdadero desafío y el Gobierno se las tuvo que ingeniar para dar una respuesta que pasaba -sin otra opción- por permitir la entrada de capital extranjero.
El Estado crea en 1856 la Ley de Sociedades de Crédito y tras su inmediata aprobación se inician una serie de movimientos financieros que dan origen a de tres grandes instituciones: la Sociedad General de Crédito Mobiliario Español, con capital francés y constituida para dar cobertura al déficit presupuestario español a través de adquisiciones de deuda pública y la financiación de empresas del sector público, en segundo lugar la Sociedad Española Mercantil e Industrial, con capital alemán y en tercer lugar la Compañía General de Crédito de España, con capital también francés. Todas las compañías apuestan por el ferrocarril como vía de desarrollo y todas se ven abocadas a importar locomotoras a vapor británicas, las mejores del mercado, llegando con ellas una gran cantidad de técnicos y personal especializado que serán la primera oleada de extranjeros que vienen con fines pacíficos y no bélicos como hasta la fecha había ocurrido.
1868 y la Ley de Bases
Aunque la presencia de empresas de origen extranjero echa raíces tímidamente en el s. XVIII, no es hasta principios del s. XVIII cuando la proliferación de empresas mixtas con algo de capital español y mayoritariamente de otros países europeos empieza a adquirir un peso significativo. Los altos aranceles con los que se gravaba a los inversores no patrios ahuyentaron a posibles industriales con intereses comerciales y fomentó la picaresca, de modo que muchas de las inversiones extranjeras estaban detrás de empresas encubiertas donde se empleaban testaferros españoles.
Fracasado el modelo proteccionista y muy necesitado de dinero fresco, a lo largo de 1868 el Gobierno afrontó una serie de reformas en las leyes que controlaban las explotaciones mineras y el panorama español quedó al fin regularizado pasando de ser intervencionista con el patrimonio a convertirse en totalmente liberal para todo tipo de empresas fuesen españolas o extranjeras. La necesidad de recaudar dinero para sufragar los gastos que requería industrializar España y así recortar la distancia que cada vez era más significativa respecto a países como el Reino Unido, Francia o Alemania era imperiosa, máxime tras los gastos invertidos en sofocar las guerras carlistas que tanto daño habían hecho en el país.
La promulgación de la Ley de Bases del 29 de diciembre de 1868 sobre minas y la posterior Ley del 19 de octubre de 1869 favorecieron la concesión a perpetuidad a cambio de tasas por extensión de área explotada y la creación de sociedades mercantiles privadas e industriales, quedando abiertas las puertas de par en par para aquellas formadas por capital extranjero puesto que el español, muy debilitado, escaseaba para afrontar tales retos.
Franceses, alemanes, belgas y fundamentalmente británicos, estos últimos pertenecientes a la primera potencia industrial y económica del momento, se abalanzaron sobre el territorio español en busca de fortuna como si de la tierra prometida se tratase, organizándose grandes empresas para la ocasión si no existían ya, que a partir de los primeros años setenta empezarían a instalarse en el país iniciándose a partir del momento una mejora sustancial en las paupérrimas arcas dependientes del Estado.
Escocia
Situada al norte de la isla de Gran Bretaña donde ocupa un tercio del total del territorio, la nación de Escocia es una de la cuatro que junto a Inglaterra, Gales e Irlanda del Norte dan forma al estado del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Tradicionalmente enemistados con los ingleses por diversas razones entre las cuales destacan las religiosas y políticas, los escoceses mantuvieron su independencia hasta 1707, año en el cual rubricaron una unión con Inglaterra para dar forma al Reino Unido de Gran Bretaña. El pueblo escocés conservó su propio sistema legal, diferente al del resto de naciones de La Unión, siendo considerado desde entonces como una entidad jurídica distinta.
La idiosincrasia escocesa siempre le ha dado una marcada personalidad diferencial, contando con tres idiomas, el gaélico escocés de origen celta, y el escocés -dialecto del inglés- y el inglés, ambos de origen germánico. En los siglos XVIII y XIX Escocia tuvo una gran importancia en los grandes movimientos de la Ilustración y de la Revolución Industrial, adquiriendo las ciudades de Glasgow y Edimburgo un gran protagonismo que las catapultaron a liderar grandes iniciativas comerciales, intelectuales y culturales de gran influencia a nivel europeo y con ello mundial.
La ciudad de Glasgow, la más poblada y emergente, adquirió tal notoriedad que se convirtió en la segunda en importancia de todo el Imperio Británico, surgiendo un gran entramado empresarial que fue exportado a muchos países en proceso de industrialización. Empresas mineras, financieras, siderúrgicas, mecánicas, pesadas, navieras, textiles y alimentarias esparcieron sus tentáculos en negocios florecientes en otras latitudes, fijándose en una debilitada España como uno de sus principales objetivos para obtener suculentas rentas.
Los escoceses en Inglaterra
Tras la caída de la Francia napoleónica y el agotamiento que padecía la otrora poderosa España, país cada vez más debilitado en todos los sentidos, el Imperio Británico se adueñó del s. XIX y convirtió en el estado más influyente de todo el planeta. Casi todo pasaba por sus manos e Inglaterra, la nación más prominente y poblada del Reino Unido, se transformó en la más pujante de la época siendo el motor del mundo. Su capital, Londres, se erigió en la ciudad más cosmopolita del Imperio y centro neurálgico de todas las decisiones.
Londres, al igual que Barcelona o Madrid lo son para el resto de españoles, era la ciudad donde se trasladaban todos los británicos que deseaban hacer fortuna o abrirse camino para prosperar. Allí estaban las grandes sedes financieras y allí se reunían todas aquellas empresas que querían figurar y tener un nombre.
Muchos escoceses que habían triunfado en su propia tierra a nivel empresarial, bien a través de iniciativas siderúrgicas, exportando material ferroviario, construyendo tendidos de cable, eléctricos, construyendo barcos, manufacturando textiles, etcétera, tuvieron que levantar en Londres una delegación o bien la sede principal de sus negocios. Pero también fueron muchos los escoceses que habiendo estudiado una carrera en las universidades escocesas, luego encontraron un puesto de trabajo en empresas inglesas que quedándose las islas pequeñas para acoger a todo el mercado nacional, precisaban de personas para introducirse en otros mercados sitos en el viejo continente o en la multitud de dependencias coloniales que el Imperio tenía bajo su soberanía en todo el mundo.
1873, llegan los pioneros escoceses
España a principios del s. XIX había pasado de estar ocupada por tropas francesas, que luego fueron expulsadas, a perder gran parte de las colonias que tenía en América del Sur y Centroamérica. El declive a nivel económico y hegemónico fue sustancial y la inestabilidad política no solo estuvo sustentada a nivel internacional, sino también en la península con las guerras carlistas que tanto daño hacían al país y sobre todo a su economía despilfarrando grandes sumas de dinero que eran necesarias para otros fines mucho más importantes que debatir quién era el legítimo aspirante al trono.
La apuesta del Gobierno español por atraer capital extranjero con el cual modernizar un estado caduco e insolvente que era incapaz por sí solo de prosperar debido a la inoperancia de muchos de sus nobles gobernantes, atrajo a muchas empresas de origen británico que habían desarrollado una brillante tecnología que conllevaba una prosperidad que se deseaba para el conjunto de los españoles.
Algunas de estas empresas ya tenían una trayectoria en nuestro país de varias décadas fruto de convenios interesados con testaferros españoles, pero a partir de 1870 la cantidad de británicos que tomaron rumbo hacia el campo abonado que significaba España fue un incesante hormigueo humano que iba a transformar una tierra maltratada por sus devaneos de grandeza.
Casi todas las empresas británicas que atravesaron el océano para hacer negocio en España tenían sede en la inglesa Londres y muchos de sus socios, directivos y empleados eran de esa nacionalidad, pero lo bien cierto es que la nacionalidad predominante en aquellos trabajadores emigrados no era inglesa como podemos pensar y se nos ha comunicado hasta la saciedad, sino escocesa. Para llegar a esta conclusión el camino no es nada sencillo puesto que muchas de estas empresas constan en suelo español como de origen inglés, pero es que además existe el problema en el encabezamiento de este artículo citado, de que los españoles consideramos o catalogamos a todo lo que viene de las islas británicas como de inglés.
En este bendito país a una playa donde acudan ciudadanos de habla inglesa, cementerio donde descansen presbiterianos escoceses en su mayor parte, a una iglesia presbiteriana, a un sacerdote presbiteriano escocés, a una naviera, empresa textil, de ferrocarriles, de cable marino, de locomotoras, barcos, máquinas de vapor, siderúrgica, minera o financiera donde se hable inglés, por muy escoceses que sean sus empleados y por muy escocesas que sean sus costumbres, se les considerará como inglesa. Y aún hoy lo seguimos haciendo.
Será estudiando e investigando su lugar de nacimiento cuando nos demos cuenta que no es oro todo lo que reluce y que la gran mayoría de los británicos que se instalaron temporal o definitivamente en la zona minera de Huelva, en Sevilla o Barcelona, eran originarios de Escocia y por lo tanto no ingleses.
Los escoceses y el fútbol
La relación de los escoceses con el fútbol, el arte de jugar a la pelota con los pies, es muy antigua pues arranca a principios del s. XV con un deporte muy distinto al actual que era una mescolanza de fútbol con rugby tal cual los conocemos hoy en día, pero con unas reglas que no han trascendido, aunque sí su brutalidad, motivo por el que fue prohibido por el monarca Jacobo I en el Acta de Fútbol sancionada el 26 de mayo de 1424.
Posteriormente en la ciudad de Aberdeen hay constancia de encuentros de fútbol hacia 1633, también con cargas corporales hacia el rival, pero con la salvedad que el empleo de las manos para coger el balón estaba permitido y nada se sabe de si se podía pasar este entre miembros de un mismo equipo o no.
Los colegios ingleses tomaron nota de este juego y a mediados del s. XIX progresaron en su evolución prohibiendo el empleo de las manos y favoreciendo el pateo del balón. Este significativo cambio propició un distanciamiento respecto al rugby que, tras unos años de práctica y constantes modificaciones, fue enriqueciéndose con las Reglas de Cambridge establecidas en 1848 y las Reglas de Sheffield escritas en 1857, dos códigos distintos para interpretar el fútbol que dotaban a este deporte de una personalidad cada vez más singular y lo hacían más atractivo para sus practicantes.
El 26 de octubre de 1863 y tras una serie de reuniones celebradas en la Taberna Freemason’s, los colegios ingleses se decantaron por las Reglas de Cambridge en oposición a las de Sheffield naciendo a la par un nuevo código futbolístico y la Football Association ó Federación de Inglaterra. El fútbol adquiría un nuevo rumbo y en Escocia su práctica fue recibida con entusiasmo incrementándose su popularidad con el nacimiento de varios clubs, hecho que repercutió en la disputa de varios encuentros entre ingleses y escoceses en la capital londinense de carácter no oficial hasta que el 30 de noviembre de 1872 y en el Campo de Hamilton Crescent de la escocesa barriada de Partick, Glasgow, se disputase ante cuatro mil espectadores el primer encuentro oficial a nivel de selecciones entre Escocia e Inglaterra con resultado final de empate a cero tantos.
Un año después, en 1873, se creaba la Scottish Football Association que en 1874 ya organizó el primer Campeonato de Copa de Escocia y más tarde, en 1890, el primer Campeonato de Liga con once clubs: el Abercorn F.C. y el Saint Mirren F.C., ambos de Paisley, el Vale of Leven F.C., de Alexandria, el Dumbarton F.C., el Renton F.C., el Cambuslang F.C., el Heart of Midlothian F.C., de Edimburgo y varios clubs de la ciudad de Glasgow como el Third Lanark Athletic Club, el Celtic F.C., el Rangers F.C., y el Cowlairs F.C.
Después en 1876 surgía la Football Association of Wales y en 1880 la Irish Football Association. Sin embargo el área de influencia de la ciudad inglesa de Sheffield pareció seguir al margen de las reglas de la FA durante cierto tiempo, desavenencias que fueron solucionadas en 1878 con la definitiva unificación de ambas corrientes, la oficial de la FA y la de Sheffield.
Como suele ocurrir en estos casos y más con un deporte nuevo y en expansión, cada federación barrió para su casa y pronto las cuatro federaciones británicas aplicaron su personalidad a este juego adoptándose una serie de nuevas reglas que desvirtuaban el compromiso tomado en 1863. Hasta tal punto llegó el distinto camino que siguieron las diferentes naciones británicas que el 6 de diciembre de 1882 y desde la inglesa ciudad de Manchester se tuvo que crear un nuevo órgano, la Intenational Football Association Board (IFAB), recogiendo y unificando las reglas que las cuatro federaciones habían desarrollado por su cuenta.
Esta reunión fue bastante positiva y de ella surgió en 1884 la primera edición del British Home Championship, un torneo entre naciones que se adjudicó la Selección Escocesa quedando invicta y que se convirtió en un torneo longevo hasta su desaparición en 1984, justo un siglo después. En 1886 las reglas quedaron consensuadas nuevamente y desde esa fecha el fútbol asociación era mayor de edad al presentar unas leyes universales que debían ser seguidas con el máximo respeto en cualquier parte del mundo.
Los pioneros escoceses
Después de ser aprobada en 1868 por el Gobierno español la Ley de Bases, muchas empresas británicas tomaron conciencia y decidieron probar fortuna trasladándose a España al advertir que era un mercado excepcional para invertir y hacer dinero en negocios. Sin embargo no eran las primeras dado que con anterioridad ya existían en nuestro país varias empresas de capital británico establecidas en las ciudades más prósperas.
Jerez de La Frontera a través de sus bodegas vinícolas, Bilbao con su industria pesada, Barcelona con el tradicional comercio textil y el puerto fluvial de Sevilla como puerta del campo andaluz, eran focos de atracción para comerciantes británicos al igual que las Islas Canarias, un remoto archipiélago donde el abastecimiento de víveres era muy apetecible. Ciudadanos británicos de distinta procedencia y nacionalidad vivían dispersos a caballo entre España y el Reino Unido, pero en el s. XIX intensificaron su presencia en suelo español y su proliferación en algunas ciudades creó una búsqueda natural al compartir la misma lengua y costumbres. Aunque muchos de ellos ya se habían asentado en la península e incluso contraído matrimonio con mujeres aborígenes teniendo descendencia hispano-británica, la llegada masiva de nuevos ciudadanos de origen británico fomentó sus lazos reforzándose su estancia en España al crearse pequeños núcleos donde compartían sus costumbres y tradiciones: los clubs.
La parte más importante de estos ciudadanos tenía su origen en el norte de la isla de Gran Bretaña, Escocia, como la familia católica Gordon, que huyó de aquellas tierras por problemas religiosos y políticos recalando en Jerez de La Frontera donde levantaron un imperio bodeguero, o la naviera de William McAndrew, escocés de Elgin que construyó un imperio de barcos dedicado a transportar todo tipo de víveres y productos desde los puertos más importantes de España como lo eran Sevilla, Bilbao y Barcelona hasta las principales bases portuarias del sur de Inglaterra como Southampton y Portmouth, Liverpool en el oeste, Londres o Aberdeen, este último en Escocia. Pero también los había en Barcelona, ciudad donde muchos telares e industria relacionada con el segmento textil procedían de fábricas escocesas cuyos técnicos pasaban largas temporadas dando instrucciones o prestando un servicio técnico a los barceloneses. Otros escoceses, los hermanos James y Peter Coats, de Paisley, crearon una gran industria con hilaturas y a finales de siglo pusieron su punto de mira en la ciudad condal para ampliar sus horizontes, prestando con su contribución una gran ayuda a la población nativa.
Sin embargo el gran desembarco de escoceses no se produjo en ninguna de estas ciudades, ni tampoco en ninguno de estos sectores con tanta tradición, sino en una modesta localidad del norte onubense denominada Riotinto donde en su subsuelo existían desde tiempos milenarios importantes yacimientos de minerales como cobre, plata, oro, manganeso, además de sulfuros y piritas cuya extracción era muy cara y había frenado su explotación.
El escocés Hugh Mackay Matheson
La principal protagonista de esta llegada de escoceses al suroeste peninsular fue una empresa con origen en Escocia pero con sede, por motivos estrictamente comerciales, en Londres, Matheson Company Ltd., una empresa liderada por el también escocés Hugh Mackay Matheson quien había logrado reunir una gran fortuna gracias al comercio de opiáceos en Oriente. Matheson buscaba invertir en algo que le propiciase grandes dividendos y la Ley de Bases de 1868 aprobada por el Gobierno español hizo el resto. Dos comerciantes alemanes instalados en Huelva, Heinrich Doetsch y Wilhelm Sundheim, contactaron con el magnate escocés y le expusieron la idea de invertir en la explotación de minas de una pequeña localidad onubense, Riotinto, cuya rentabilidad prometía ser extraordinaria.
Dicho y hecho, Matheson quedó convencido por los dos avispados alemanes y el 29 de marzo de 1873 quedaba constituida en Londres la empresa Río Tinto Company Ltd. tras haber contactado el propio Matheson y los dos alemanes con otros inversores. Entre los socios de la nueva empresa se encontraban Matheson Company Ltd., la constructora de ferrocarriles Clark & Puchard Company Ltd., la banca Smith, Payne & Smiths, de Londres, el escocés The Union Bank of Scotland, la banca Heywood Sons & Company Ltd., de Liverpool y los inversores particulares británicos Wiliam Edward y Ernest H. Taylor, los mencionados alemanes Heinrich Doetsch y Wilhelm Sundheim, además del también alemán Deutsche National Bank, de Bremen.
El 14 de febrero de 1873 quedaba rubricada la concesión en plena I República Española siendo presidente Estanislao Figueras por 3.500.000 de libras, (92.756.592 pesetas), contando inicialmente la compañía -fundada días después- con un capital inicial de 3.250.000 de libras, equivalentes a 56.250.000 pesetas de la época. El capital estuvo inicialmente en manos y por un 56 % del Deutsche National Bank, un 20 % de Clark & Punchard Company Ltd. y otro 20 % de Matheson Company Ltd. quedando el resto entre el consorcio de pequeños accionistas y llegando la familia alemana de origen judío Rothchild a ser posteriormente en 1880 los primeros accionistas de la compañía.
Llegan los trabajadores escoceses
A partir de 1873 llegaron los primeros ingenieros de la recién constituida empresa británica a su nuevo alojamiento laboral, Riotinto, un pequeño pueblo situado a unos 70 km. al norte de la capital provincial y próximo a la Sierra de Aracena. Como era de esperar, la localidad ofrecía pocos medios a sus recién llegados huéspedes, teniendo todos ellos que distribuirse en las distintas casas que habían sido requeridas para la ocasión. Así fue durante algunos años debido al escaso número de componentes que tenía la directiva o staff, pero a partir de los años ochenta este se incrementará con la plena producción minera y se buscará una solución. Esta llega a principios de 1882 cuando se empieza a construir un nuevo barrio residencial a las afueras de Riotinto, el denominado barrio de Bellavista, nombre surgido en 1883 que será estrenado en 1884 y estará dotado de una vivienda para el director general y otras veinte adosadas para el resto de técnicos y sus familiares.
Aunque siempre se nos ha contado que estas personas eran de origen inglés, más que nada por nuestra peculiar forma de considerar como ingleses a los naturales de las islas británicas, en realidad siempre hemos tenido dudas sobre cuál era realmente su origen y cuál era el número aproximado de miembros que vino en aquella primera acometida. Durante muchos años estas cuestiones han carecido de una respuesta satisfactoria, permaneciendo en el colectivo la vieja idea de que todos ellos eran ingleses, pero el mundo cambia, la información empieza a fluir y en cualquier punto, por muy recóndito y extraño que sea, puede aparecer la respuesta.
Como es sabido, en el territorio de Gibraltar existe una catedral dedicada al culto anglicano titulada de la Santísima Trinidad. En 1881 y siendo su titular el obispo Charles Waldegrave Sandford, este reverendo dispuso hacer un viaje por tierras onubenses para prestar su misión pastoral al tener constancia que por aquellos lares, tanto en Riotinto como en la capital, Huelva, habitaban pequeñas comunidades de origen británico. Sandford tuvo a bien tomar nota de sus viajes y en uno de sus legados nos cuenta que:
‘Durante el mes de noviembre (de 1881) hice una visita a Huelva y las minas de Río Tinto. Hay en Huelva unos dieciséis residentes británicos, además de una gran masa y desplazamiento de marineros británicos. En la noche de mi llegada a Huelva di un breve discurso a algunos marineros y otro en un servicio celebrado en la casa del gerente de la empresa minera británica. El cementerio británico que encontré está en buen estado. Un viaje de cuatro horas en una línea que pertenece a la compañía me llevó de Huelva a Rio Tinto, donde hay cerca de ochenta residentes británicos supervisando a trece mil obreros españoles y portugueses empleados en las minas. Las minas producen al año un millón de toneladas de mineral. El mineral contiene un 4 por ciento de cobre, 48 de azufre y el resto es en su mayoría de hierro. La empresa se compone de presbiterianos escoceses, quienes han contratado los servicios de un ministro presbiteriano para actuar como capellán de la colonia británica. Las escuelas están dirigidas por la sociedad para los hijos de los mineros españoles y portugueses. El representante de la empresa me puso al tanto de las minas y me mostró gran amabilidad y hospitalidad’.
Con este sencillo pero a la vez tan esclarecedor párrafo escrito y publicado en 1883, el obispo Sandford nos desvela no sólo cuál era el credo de los miembros de la empresa, presbiteriano, sino la nacionalidad de los mismos, escocesa, puesto que la Iglesia de Escocia, de confesión presbiteriana, es la Iglesia oficial de aquella nación. Además Sandford, es un exceso de amabilidad, nos indica cuántos residentes británicos había en la mina y por extensión en Riotinto, cerca de 80, y en la ciudad de Huelva, unos 16. Estas cifras bien es cierto que pudieran variar al no contar con los familiares de los cerca de ochenta residentes en Riotinto, todos ellos empleados, con lo cual la población podría rondar el centenar largo de personas en 1881 si se suman a sus esposas, hijos y personal de servicio.
1878: surge el primer club
Aquellos primeros trabajadores que durante tanto tiempo se esforzaron en levantar la mina y aplicar todos sus conocimientos para hacerla rentable, en 1878 -aunque esta fecha fue localizada en un reglamento editado en 1966-, decidieron constituir en la calle Sanz nº2 el Rio-Tinto English Club. En este club que quedaba restringido sólo para varones, los empleados se distraían jugando a la cartas, al billar, tenían salón de lectura y aunque no eran muy numerosos en cantidad, fomentaban actividades culturales. A partir de 1881 la explotación de nuevos yacimientos conllevó la llegada de nuevos trabajadores que se incorporaban al staff, surgiendo en 1883 la necesidad de ampliar el local para dar cabida a sus nuevos socios y permitir la posibilidad de practicar, ahora que eran más, nuevos deportes donde el número de efectivos requeridos era mayor. De este modo en 1884 inauguran la nueva sede del barrio de Bellavista, una amplia residencia de madera dotada con más comodidad y con una explanada en sus inmediaciones donde podrán practicar deportes de equipo como el fútbol, cricket, polo y entre parejas, lawn-tenis.
El Rio-Tinto English Club fue el primer club extranjero en suelo español y el primero que se erigía en España, pero al lector sin embargo puede extrañarle cómo siendo su gran mayoría de componentes de nacionalidad escocesa decidieran autodenominarse English Club. La respuesta es sencilla: los originarios ‘gentlemen’s club’ nacieron en Inglaterra durante el s. XVIII para capas sociales altas y eran lugares de encuentro donde sus socios solían hacer apuestas, una tarea prohibida en tabernas públicas. En el s. XIX se popularizaron entre las capas medias y el juego pasó a un segundo plano, convirtiéndose los debates políticos y otras actividades como la literatura, los deportes, el arte, los viajes, etcétera, en un fin en sí mismo para justificarlos. Su extensión al resto del Reino Unido fue muy común y de ahí pasaron al resto del Imperio Británico, convirtiéndose su uso en algo habitual allí donde había un grupo de ciudadanos de origen británico, fuese cual fuese su nacionalidad.
1889: surge el segundo club
En el segundo club fundado en territorio español también tienen un gran protagonismo los escoceses. En este caso no todo se fundamenta en la empresa minera, aunque su sombra es omnipresente al ser el motor económico de la provincia y principal fuente de ingresos. La historia empieza en 1879 cuando el ingeniero escocés nacido en Aisley, Charles W. Adams, es trasladado a Huelva para dirigir The Huelva Gas Company Ltd., una empresa concesionaria de la sustitución de lámparas de petróleo por las de gas. Adams, gran aficionado al deporte, conoce en 1884 al médico también escocés William Alexander Mackay, nacido en Lybster, que en 1883 había sido contratado por la Rio-Tinto Company Ltd. para ejercer su profesión en la localidad onubense casualmente cuando su hermano, John Sutherland Mackay ejercía de presidente del Rio-Tinto English Club. William, trasladado a la ciudad de Huelva en 1884 para trabajar desde una clínica, fragua una gran amistad con Adams y unidos por su afición al deporte organizan eventos deportivos y sociales hasta que el 23 de diciembre de 1889 sellan la creación del Huelva Recreation Club.
El club goza de un club social facilitado por la empresa minera y desde el primer instante manifiesta su intención de fomentar el lawn-tennis por el que muestran un gran interés y de forma secundaria la de otros deportes, entre ellos el fútbol y el cricket, además de la práctica de otras actividades como los bailes de salón, senderismo y la realización de excursiones a la geografía andaluza. Su primer encuentro de fútbol lo realizará en 1890 frente al Sevilla F.C., sociedad creada ese año.
1890: surge el tercer club
El tercer club en surgir lo hace fuera de la provincia onubense y concretamente en la capital regional andaluza, Sevilla. Su origen sigue el mismo patrón que los dos anteriores, es decir, nace de la unión de trabajadores de origen británico que trabajan temporalmente en España o han rehecho su vida aquí, aunque en este caso la presencia española es un tanto más significativa. Mucho antes que en Riotinto o Huelva, en 1859 la naviera escocesa McAndrews & Company Ltd. ya operaba en la ciudad donde se estableció su base para todo el país. Desde Sevilla se exportaban agrios, cereales y minerales procedentes del interior a los principales puertos británicos, existiendo unos trabajadores fijos en el puerto fluvial que pronto confraternizaron con los operarios británicos de la Seville Water Works Company Ltd. establecida en 1882 y la empresa de forjas de origen anglo-español Portilla & White Cía.
Isaías White, dueño de esta última y Edward Farquharson Johnston, uno de los propietarios de la naviera escocesa, nacido en Elgin y vice-cónsul británico en la ciudad desde 1879, propiciaron la creación del Sevilla Football Club el 25 de enero de 1890, un club que a diferencia de los dos onubenses tenía como principal y única finalidad la práctica del fútbol, lo cual le convierte en el primer club de fútbol fundado en España. Johnston no fue el único escocés y en el primer encuentro disputado en suelo español entre dos clubs formalizados figuraron por el bando sevillista Thompson y Hugh MacColl, ambos nacidos en Escocia, aunque por la procedencia de apellidos como Geddes, McPherson o Logan, también pudiera ser esta su nacionalidad.
1895: surge el cuarto club
En esta ocasión cambiamos de área geográfica y nos debemos trasladar hasta la localidad barcelonesa de Sant Vicenç de Torelló, un municipio situado junto a la orilla del río Ter que fue elegido por la empresa escocesa J. & P. Coats Ltd. para albergar una empresa textil. Los escoceses estaban muy interesados en edificar una planta en España que sirviera de base para comerciar con la fabricación de hilaturas y en 1890 empezaron, junto a capital catalán procedente de la empresa Fabra y Portabella S.A., la construcción de una fábrica en la por entonces masía de Borgonyà, a las afueras de Sant Vicenç de Torelló. El volumen de la empresa fue tal que se tuvo que construir adosado un barrio de viviendas para el staff y algunos trabajadores terminado en 1895, yendo acompañado de todo tipo de servicios como escuelas, cementerio y todo lo necesario para no hacer falta de nada.
La colonia Borgonyà, denominada de ‘los ingleses’ aunque en su práctica totalidad eran escoceses, aportó un campo de deportes para distracción de sus habitantes y supuso la creación de un club de fútbol, deporte desconocido en la región a excepción de un reducido grupo que lo practicaba en la ciudad de Barcelona. Este club, del cual no nos ha sido legada su directiva, tomó el nombre de Asociación de Torelló y fue pionero en Cataluña a la hora de expandir el fútbol quedando registrados encuentros frente a la Sociedad de Football Barcelona.
Otros clubs en Barcelona
La presencia cada vez más continua de empresas británicas en Barcelona con intereses en la industria textil sobre todo y en menor grado en el ferrocarril y otras industrias, significó la llegada de muchos ingleses y escoceses a la ciudad y su entorno. Dentro de la Sociedad de Football Barcelona, club fundado en 1893 y presidido por el cónsul británico Mr. Wyndham, con toda probabilidad tuvo que haber jugadores escoceses en su plantilla, algo en absoluto desdeñable máxime cuando todos eran británicos. Desaparecido este club en 1896 que no tuvo rival en la zona durante esas fechas a excepción de la Asociación de Torelló, parte de sus miembros y nuevos que se sumaban compusieron el denominado Club Inglés, jugando todos los domingos por la mañana en el Velódromo de Bonanova.
Más tarde, en 1898, un suizo llamado Hans Gamper junto a varios compatriotas buscará un club barcelonés en el cual enrolarse. Gamper se dirige al Gimnasio Tolosa donde le comentan que se está formando un club y conversa con el profesor Vila, su dueño, pero este no le acepta en su equipo no por su condición de extranjero, sino por ser de confesión protestante puesto que en el gimnasio ya se contaba con miembros de nacionalidad escocesa pero de confesión católica. Gamper tuvo que dirigirse a otro gimnasio con tradición higienista, el Gimnasio Solé, cuyo dirigente sí se mostró interesado en ayudarle a crear un club de fútbol.
Alentado por las palabras de Solé quien recluta a varios voluntarios, se completa la plantilla con miembros procedentes en gran parte del Club Inglés, una decena y algunos de ellos escoceses, mientras también se suman ciudadanos de otros países y oriundos barceloneses, algunos de ellos militantes de la desaparecida Sociedad de Foot-ball Barcelona. Paralelamente a esta llamada y desde el Gimnasio Tolosa, la sección de fútbol de esta entidad se transforma el 21 de octubre en Foot-ball Club Catalá con jugadores catalanes y extranjeros, sobre todo escoceses e ingleses de confesión católica, adelantándose por escasas fechas al que se convertirá en la institución futbolística barcelonesa más importante, el Foot-ball Club Barcelona, creado el 29 de noviembre de ese mismo año.
La presencia de escoceses es numerosa en esas fechas y en los primeros meses de 1900 surge el F.C. Escocés, sociedad formada por jugadores de la colonia escocesa de la empresa Hilaturas Fabra, socia de C. & P. Coats Ltd. situada en el barrio de Sant Andreu. Este club durará poco tiempo puesto que parte de sus jugadores se alinean al unísono en el F.C. Escocés y en el F.C. Catalá, motivo por el cual son denunciados por el F.C. Barcelona causando su disolución. Con algunos ex-jugadores del club escocés se crea el potente Hispania Athletic Club, un club dirigido por Alfons Macaya, Eduard Alesson, Fermín Lomba y Carlos Soley entre otros que se convertirá en el predominante durante los primeros años del s. XX, incluso por delante del F.C. Barcelona.
La huella escocesa en el fútbol español
La presencia de ciudadanos escoceses en todas y cada una de las empresas donde se fundamentaron los primeros clubs de fútbol en suelo español es algo que con este trabajo queda patente, pero si analizamos la esencia de todos ellos descubriremos cómo la huella escocesa es superior a la inglesa en todos los casos citados, algo que hasta ahora apenas ha sido comentado por diversas causas y que durante muchísimos años ha pasado desapercibido a los ojos de muchos estudiosos obnubilados por una errónea costumbre española de etiquetar a todo lo procedente del archipiélago británico como inglés.
Indagar en las raíces de nuestro fútbol es una obligación por parte de todos aquellos que sentimos inquietud por investigar en este deporte, pero cuando se realiza un estudio profundo y se descubren nuevos hallazgos, también es de sentido común y deber de quien los descubre, hacerlo extensible a su comunidad para que todo el mundo lo conozca.
El papel desempeñado por aquellos pioneros que llegaron a España en busca de fortuna y trajeron consigo sus costumbres acabó enriqueciéndonos cultural, social, técnica y deportivamente, resultando de aquella experiencia un maravilloso deporte, el fútbol, que ha atrapado a millones de españoles.
© Vicent Masià. Noviembre 2012.