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por Vicent Masiá

Cuando en 1990 quedó aprobada la Ley 10/1990, de 15 de octubre, del Deporte y en 1991 obligada su aplicación para los clubs afectados que no habían sido arbitrariamente exonerados, el paradigma de los clubs profesionales en general cambió para siempre. Atrás quedaban los clubs deportivos de toda la vida nacidos a resultas del camino emprendido por los clubs pioneros establecidos a caballo entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX, pero atrás quedaba también una forma de gestionar unas sociedades con fines deportivos que actuaban como empresas en las que, por su bien, era imprescindible compaginar una buena administración con un buen grupo de deportistas.

En los clubs de fútbol, si la junta directiva funcionaba correctamente y el colectivo de jugadores no rendía a su misma altura, la junta recibía palos a discreción por su ineficaz gestión y, a la inversa, si los jugadores daban todo lo que podían estando lo más arriba posible y la gestión económica hacía aguas por todas partes, el resultado seguía siendo el mismo; la junta tenía la culpa. Lo ideal era, y lo sigue siendo hoy en día sea cual sea la forma jurídica escogida, equilibrar la balanza económica con la deportiva para que ningún socio pudiera echar en cara a nadie que no se había estado a la altura de las circunstancias.

Directivos y jugadores, todos sabían cómo funcionaba el mundo del fútbol y si un jugador no rendía como se esperaba, a la primera oportunidad era cedido o traspasado mientras que, en el caso de un directivo, la presión social hacía que dimitiera dando paso a un nuevo socio o conjunto de socios quienes, con un nuevo proyecto e idas, intentaban reconducir al club hacia lo que, respectivamente, la idiosincrasia de cada club demandaba según sus limitaciones o ambiciones. Este proceder, bueno o malo según se mire con sus ventajas y desventajas, duró casi cien años y estaba institucionalizado en la mente de directivos, jugadores, socios y cualquier simpatizante al que le agradara el fútbol pero, como muchas cosas en la vida, no iba a durar eternamente pese a ser válido en muchos aspectos.

El punto de ruptura lo propició definitivamente el Gobierno español a finales de los años ochenta del pasado siglo cuando, a consecuencia de la gran deuda acumulada por todos los clubs partícipes en la organización de la Fase Final del Campeonato del Mundo disputado en España en 1982 por motivo de los créditos solicitados para adecuar sus respectivos estadios tras haber prometido el propio Gobierno un financiamiento que nunca llegó, siendo el fútbol un movimiento de gran peso social en todo el Estado, el órgano legislativo tomó la decisión de poner fin a la progresiva y peligrosa escalada en la que se había entrado al contabilizarse en 1989 la cantidad de 180 millones de euros en rojo. En boca del presidente del C.S.D., Javier Gómez Navarro, durante el año 1987 se escuchaban argumentos como que: «En los clubes no había control económico de ningún tipo. Los socios no controlaban nada, solo querían ganar los domingos y si se perdía, sacaban el pañuelo para echar al presidente y ya está. Eso llevó a la presidencia de los clubes a empresarios de toda índole, inmobiliarios, o que simplemente querían medrar. Los palcos eran un lugar para conocer a los políticos y hacer negocio». Algo que, por supuesto, en nada ha cambiado y sigue vigente hoy en día.

Analizadas las causas del problema y puestas sobre la mesa distintas soluciones, los expertos consultados y políticos ocupados al respecto llegaron a la conclusión de que, según sus razonamientos, para cambiar el rumbo era necesario modificar la forma jurídica de los clubs profesionales imitando los pasos seguidos en otros países como el Reino Unido o Francia donde, desde años antes, distintos clubs habían pasado de ser asociaciones deportivas sin ánimo de lucro a empresas mercantiles.

Según la opinión de estos expertos y políticos, cambiándose la forma jurídica de un club profesional pasando de club deportivo a Sociedad Anónima Deportiva, al implicarse todos los accionistas con dinero habría una supuesta mayor vigilancia de los movimientos económicos que evitara posibles malversaciones de fondos y, con ello, endeudamientos y hasta posibles ruinas que desembocaran en desapariciones por lo que, sin profundizar en otras cuestiones, les pareció la solución idónea a seguir. Sin haberse demostrado previamente su infalibilidad y sin tener apenas datos con los que contrastar y basar la eficiencia de la medida que se deseaba implementar, el Gobierno decidió ir a hacia adelante con su proyecto dando día a día cuerpo a una nueva Ley donde se recogieran sus iniciativas. Solucionado, según ellos, el método a seguir, faltaba ver cómo llevarlo a la práctica, otra barrera en el camino. Así, visto que había una urgencia en la respuesta y dar libertad a los clubs afectados para que, según su voluntad, fuesen convirtiéndose cuando dispusieran en S.A.D. cabiendo la posibilidad de que algunos se mostrasen contrarios podía convertirse en un proceso interminable, desde el Gobierno se optó por zanjar el asunto por la vía rápida: se obligaba a todos a convertirse en S.A.D.

Para el Gobierno español, el artículo 16 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea que trata sobre la libertad de empresa y que dice así; «Se reconoce la libertad de empresa de conformidad con el Derecho comunitario y con las legislaciones y prácticas nacionales», no contaba y, además de imponerse la obligatoriedad a convertirse en S.A.D., a los clubs deportivos que venían actuando como empresas mercantiles no se les daba opción a que pudieran elegir otro tipo de forma jurídica. Centradas todas las expectativas del Gobierno en la La Ley 10/1990, de 15 de octubre, del Deporte, esta norma establecida para regular en uno de sus artículos la legislación de los clubs deportivos profesionales y, en la medida posible, evitar el endeudamiento, llegó para romper el tradicional paradigma en el que se movían los clubs deportivos y para establecer unas nuevas reglas con las cuales, como sucede en casi todo, dependiendo de su correcta aplicación podrían venir unos resultados positivos o, por lo contrario, muy negativos.

Transformar un club deportivo en una S.A.D. no fue en absoluto sencilla tarea, como tampoco lo fue convencer a decenas de miles de socios que el futuro de los clubs de fútbol profesionales pasaba primero por que estos quedasen divididos en miles de cachitos reuniéndolos, a continuación, en participaciones accionariales por las que se debía pagar una cantidad previamente estipulada de dinero. Impuesto por el C.S.D. el día 30 de junio de 1992 como fecha tope para transformarse en S.A.D., esta decisión a muchos clubs, por no decir a todos los que la sufrieron, les costó Dios y ayuda cumplirla porque, en unos casos no daba tiempo a reunir la respectiva cantidad que a cada club se le exigía para disponer de un capital social con el que empezar su andadura, en otros casos las aportaciones de los hasta entonces socios no cubrían ni la tercera parte de esa cantidad y, en otros, la precipitación, nerviosismo y desconocimiento de los dirigentes de los clubs requería de una ayuda adicional profesional para entender el mecanismo y pasos a dar con el objetivo de efectuar una conversión sin problemas desde el punto de vista legal.

En este sentido muchos clubs, con las arcas vacías o escasez de fondos para afrontar un desafío de este calibre, se vieron obligados a la siempre poco conveniente tesitura de tener que solicitar uno o varios préstamos a entidades bancarias con lo cual, si de por sí andaban endeudados o asfixiados, ahora iban a incrementar sus cuentas negativas. Otros tuvieron que echar mano de ayudas públicas a través de instituciones locales, provinciales o autonómicas para que invirtieran aunque fuese transitoriamente hasta encontrar nuevas vías de financiación, mientras que en otros se solucionó el problema con la aparición de un inversor, normalmente siempre entre la cartera de directivos, especulador u oportunista de paso, quien aportaba el dinero que hacía falta para completar el proceso.

Adaptar un club deportivo a una S.A.D. fue enormemente costoso en lo económico y en lo social, un trauma del que algunos clubs -los menos- salieron reforzados pero otros -la inmensa mayoría- muy mal parados con más problemas, incluso de mayor gravedad, de los que tenían con anterioridad pero, en donde sí coincidieron todos o más bien se vieron arrastrados, es a cambiar el paradigma que imperaba en su forma de administrarse.

Obligados a transformarse en S.A.D. y conscientes de que no había alternativa posible para sortear tal exigencia administrativa, en donde al menos quedó un resquicio de libertad -aunque no todos pudieron aprovecharla- fue en el modo de convenir qué clase de S.A.D. se iba a escoger o, más bien, cómo se iba a hacer el reparto del capital social pues, como era de esperar y así solía ser tema recurrente de conversación entre los corrillos futbolísticos, no era lo mismo que la gran mayoría de acciones de un club quedasen en manos de una minoría, incluso de una sola persona física o jurídica, que atomizadas entre miles de aficionados estableciéndose un límite accionarial, bien por cantidad, bien por porcentaje del total.

Discernir, si se podía, porque muchos clubs quedaron impedidos desde el principio al no reunirse las condiciones necesarias para reunir el capital exigido con sus propios fondos debiendo buscarse la vida en costosos préstamos bancarios, cuál era la mejor vía para transformarse en S.A.D., ocupó bastantes horas y robó el sueño a muchos dirigentes preocupados por el devenir de sus clubs inclinándose finalmente por varias opciones según sus respectivos criterios.

En 1992 hubo clubs que, pensándolo muy bien y detenidamente, temiendo que la sociedad deportiva perdiese su esencia y sus raíces yendo a manos desconocidas, cubriéndose las espaldas decidieron incluir en sus Estatutos un articulado donde se pusiera una barrera en la venta de acciones para impedir que fuesen a parar a grandes grupos empresariales, a caprichosos empresarios con grandes fortunas o, superando límites geográficos, fuera de la frontera. Ese límite podía ser desde un 1% del capital social total, un 2% o un 5% por poner algunas cifras; lo importante era poner un control como decidieron los socios de la Real Sociedad de Fútbol, de San Sebastián y el Real Club Deportivo de La Coruña o, años más tarde, la Sociedad Deportiva Éibar. A nadie, en cambio, se le ocurrió seguir el ejemplo alemán con la exitosa fórmula del 50+1 donde, por Ley, el 51% de la acciones quedan en propiedad del club dejando el resto a inversores nacionales o extranjeros con lo cual se garantiza éste no sea administrado por personas sin nada que ver con la cultura e identidad de quienes constituyeron la sociedad, así como su localidad e idiosincrasia de origen.

Una gran mayoría de clubs, sin acotar un límite accionarial, salieron con su capital social muy atomizado y repartido entre los que habían sido socios haciéndose eco la prensa de lo bueno que este resultado era por su aparente democratización, opción que, al cabo de unos años, con la compra de multitud de acciones por parte de un empresario o grupo de empresarios acaparando un alto porcentaje superior a la mitad, provocó en los mismos periodistas un sorprendente cambio de criterio al dar un giro de ciento ochenta grados en su opinión ensalzando que mejor era el control de una sola persona para tomar decisiones rápidas que no perder el tiempo en multitudinarias Juntas de Accionistas donde llegar a un acuerdo era, hasta cierto punto, tedioso.

A otros clubs, sin embargo, no les quedó otra opción que entregarse a quién más acciones manejase coincidiendo, en un elevado porcentaje, con un directivo mayormente el último que había ejercido de presidente como club deportivo, recayendo en otras ocasiones en un mirlo blanco quien, desentendido habitualmente del club, ante una llamada de desesperación de alguien de la directiva saliente, por amor a los colores y en el fondo una pizca de altruismo y vanidad a medias, sacaba el dinero del bolsillo y tapaba un hueco que no había forma de cubrir por otros cauces.

En el peor de los casos, cuando no había suficiente capital para llegar siquiera a la mitad de lo marcado por el C.S.D., tampoco un directivo con fondos, empresa o consorcio de empresas y menos aun un mirlo blanco, clubs con mucha tradición histórica tuvieron que recurrir a los ayuntamientos locales o diputaciones provinciales en busca de un soporte económico que evitase su descenso administrativo a Segunda División B, amenaza en el aire que, debido a las graves consecuencias que podía reportar en el partido político de turno en el poder, temiéndose una masiva pérdida de votos siempre terminaba en la compra, aunque fuese transitoria, de acciones para salir de tan agudo aprieto. Tapada la emergencia deportiva con dinero público, luego ya vendrían otros que lo arreglaran.

Treinta años después, el paradigma de las S.A.D. está en el punto de mira de muchos expertos habiendo opiniones para todos los gustos. Mientras unos manifiestan que las S.A.D. son las culpables de la situación a la que el fútbol ha llegado en la actualidad, otros alegan que la imposición por parte del Gobierno de la conversión obligatoria de los clubs deportivos en clubs S.A.D. fue una traición, siendo que otros las defienden pero con matices de necesaria e ineludible revisión. Sea como sea, para alguien que mantenga un criterio neutro pero a la vez crítico, las S.A.D. no fueron ni pueden ser la solución al problema de la deuda, como tampoco lo puede ser la forma jurídica que un club de fútbol pueda elegir como más apropiado para sus intereses. La solución, si se busca realmente aplacar el endeudamiento de los clubs, es preciso buscarla en otros lares con métodos contundentes y rigurosos estableciendo controles de obligado cumplimiento so pena de multa o expulsión del campeonato donde se participe para los clubs infractores siendo, también, extensibles a los miembros de los Consejos de Administración que realicen malversación de fondos o pongan en situación crítica a los clubs. Si se es laxo con los administradores como hasta la fecha, seguiremos cambiando cosas para no cambiar nada.

©Vicent Masiá. Noviembre 2019.