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titular HF Clubs alegales

por Vicent Masià

 

En los albores de la década de los años ochenta de la España decimonónica, el panorama nacional empezaba a vislumbrar algunos destellos de industrialización. La Ley de 1868, que permitía la inversión de capital extranjero, estaba siendo un éxito y a resultas de ella una gran multitud de empresas foráneas habían elegido nuestro suelo para instalarse y, desde aquí, hacer negocio. El Estado, después de muchos años viendo como los gastos superaban curso tras curso a los ingresos, al fin tenía una fuente de donde ingresar dinero y, aunque no era todo el deseable puesto que una enorme cantidad marchaba fuera en forma de divisas, al menos gracias al que quedaba se entraba en una situación mucho mejor que la de las décadas anteriores.

La Revolución Industrial sin embargo llegaba tarde en comparación con el mismo proceso experimentado por otras naciones de nuestro alrededor como el Reino Unido, Francia y Alemania, quienes con mucha antelación llevaban ya varias décadas sumergidas en el desarrollo. España, que en tiempos no muy lejanos había sido la primera potencia mundial abarcando un gran imperio, no sólo se veía rezagada respecto a estos países sino que además dependía tecnológica y financieramente de ellos, una carga muy pesada con la que debería lidiar durante muchos años hasta que la situación se estabilizara.

El impulso dado por la industrialización no sólo trajo cambios económicos considerables, también fue el abono perfecto para llevar el progreso a la sociedad en su conjunto y para introducir una serie de novedades hasta ahora desconocidas. Las máquinas a vapor con el ferrocarril, los telares mecánicos y la siderurgia entre otros avances, aportaron un gran bien y la vida se hacía más fácil reduciéndose el tiempo invertido en viajar, en el transporte de mercancías hasta la fecha de tracción animal y en las comodidades del hogar.

La proliferación de sociedades a finales del s. XIX

El progreso estaba ahí y como consecuencia de la industrialización empezaron a surgir una gran cantidad de sociedades de rango financiero, otras de carácter industrial, así como asociaciones sin ánimo de lucro como las civiles. No todas las entidades existentes en España eran de nueva creación y también las había de amplia tradición como las creadas por nuestros ancestros de origen religioso o las dedicadas a fines comerciales, vitales para las transacciones económicas, pero la realidad es que las sociedades mixtas con ánimo de lucro formadas por españoles y extranjeros o sobre todo, íntegramente por estos últimos, adquirieron una primacía incuestionable.

La profusión de sociedades mercantiles y civiles, muchas menos las de carácter religioso, empezaba a ser una constante, pero dentro de este fenómeno asociacionista también empezaba a despuntar tímidamente un nuevo tipo de sociedad, la recreativa. A diferencia de las anteriores, marcadas por razones puramente económicas o religiosas, las sociedades recreativas o culturales tenían como finalidad el reunir a un grupo de personas que compartieran un mismo objetivo, estamento social o cultural, simple o llanamente para cubrir las necesidades de su ego o como distracción para el tiempo de ocio, es decir, satisfacer las costumbres propias del ser humano. Naciones como el Reino Unido, mucho más asociacionistas que la española y con una gran vocación en primar el interés colectivo frente al individual, nos llevaban una gran ventaja en este sentido en contraposición de una sociedad como la nuestra -aún lo somos hoy en día- donde lo particular y lo privado suele estar por encima del interés común.

Fruto de la industrialización y del establecimiento de pequeños grupos de extranjeros -en especial de origen británico- en nuestro país, nacerán los clubs recreativos: sociedades siempre formadas por hombres, cerradas a un determinado ámbito sociocultural donde sus miembros, llamados socios, quienes aportan una determinada cantidad económica con frecuencia mensual o anual para sufragar el mantenimiento del local, instalaciones o coste de las actividades, compartirán los momentos de ocio para leer, organizar junto a sus esposas bailes con motivo de un hecho especial, realizar juegos de salón y sobre todo, para practicar deportes individuales o colectivos, amén de viajes o excursiones a su entorno geográfico más inmediato.

El Estado y la Ley de Asociaciones, de 30 de junio de 1887

España, quizás en otros aspectos no, pero en cuestiones jurídicas y legislativas siempre ha sido un referente a nivel mundial aunque, como es normal, en algunas ocasiones no se esté a la altura deseada y las leyes se queden cortas, puedan ser motivo de discutibles interpretaciones y en el peor de los casos, funcionen de forma muy lenta. A mediados de los años ochenta la creciente proliferación de asociaciones en el país era cuestión de dominio público y, por ende, de los gobernantes, máxime después de que el Artículo 13 de la Constitución de 1876 las amparase, “Todo español tiene derecho: (…) De asociarse para los fines de la vida humana” pero el Estado, a través del Gobierno, precisaba controlar todas aquellas asociaciones para velar por los ciudadanos y por sí mismos ante el temor de facilitar, en el supuesto de no intervenir, la posible aparición de asociaciones que pudieran dañar su estructura.

Si bien las pocas asociaciones existentes, regidas entonces por el Derecho privado y constituidas conforme a las normas del Derecho Civil, vehiculaban a aquellos ciudadanos que mostraban su necesidad por acogerse a este derecho, el Gobierno del Estado desconfiaba claramente en las derivaciones políticas o tintes ilícitos que pudieran adquirir algunas de ellas y, para su propia protección y para la de la ciudadanía en general, urgió una norma que controlase las asociaciones: la Ley de 30 de junio de 1887, de Asociaciones, una norma administrativa (no sustantiva) de policía.

Esta Ley, inspirada en la Ley de 26 de julio de 1883, de Policía de Imprenta, conocida como Ley Gullón por ser impulsada por el Ministro de Gobernación, Pío Gullón, durante la presidencia de Práxedes Mariano Mateo-Sagasta, no tenía como finalidad regular el nacimiento de las asociaciones, sino controlarlas una vez constituidas. El asociacionismo, como derecho fundamental de las personas debía ser protegido por el Estado y éste, en su función de policía, se ocupó convenientemente en mantener el orden público y la seguridad de los ciudadanos sometiéndolo a las órdenes de las autoridades políticas.

Dicha Ley, como subordinada a la Constitución de 1876 reconocía el derecho de asociación, pero al mismo tiempo especificaba que aquellas asociaciones que persiguieran fines o emplearan medios tipificados como delito, serían declaradas ilegales y, por lo tanto, suspendidas hasta que arreglasen su situación dentro de un periodo de tiempo concedido por la Administración o, en caso negativo, corrían el riesgo de ser disueltas y, por lo tanto, extinguidas. Ni más ni menos que las sanciones a las que antes aludíamos como técnica de actuación administrativa para desarrollar la función de policía. Averiguar si una asociación se ajustaba o no a la Ley requería al menos de un conocimiento detallado de su actividad y un cierto dominio de las personas asociadas, por lo cual no hubo más remedio que habilitar unos espacios físicos donde las asociaciones pudieran acudir para presentar ante la Administración los requisitos que se les exigían: los Registros.

Cabe ahora preguntarnos cuáles requisitos debían las asociaciones, y en particular, los clubs de fútbol o que practicaban fútbol, presentar en Gobierno Civil para ejercer su derecho de inscripción en el Registro de Asociaciones tal cual exigía la Ley de 30 de junio de 1887, de Asociaciones, obteniendo como respuesta la de dos ejemplares firmados por los representantes del club con los Estatutos, Reglamentos o acuerdos por los que debía regirse, indicando además la denominación, domicilio social, objeto de la asociación, forma de administración o gobierno, amén de los recursos con que contase y la aplicación que les debía dar en caso de disolución.

HF Clubs alegales 1

El Gobierno no se entretuvo más y el 30 de junio de 1887 promulgó la Ley de Asociaciones (Gazeta de Madrid de 12 de julio) para regular todo tipo de asociaciones, ya fueran de tipo religioso, político, científico, artístico, benéfico, de recreo o cualesquiera otras sin ánimo de lucro. Sin embargo, en el trasfondo existía cierto recelo a cómo iban a reaccionar estas, especialmente las religiosas, un sector muy protegido y al cual se le veneraba mucho respeto, con lo cual esta Ley no fue de obligado cumplimiento para todas y en su Artículo 2 elaboraba una lista de las asociaciones que debían quedar excluidas de su ámbito de aplicación:

1º) Las asociaciones religiosas católicas, cuya regulación se contenía en el Concordato de 1851. Las confesiones religiosas no católicas entraban dentro de su ámbito de aplicación, si bien teniendo en cuenta que, además de lo dispuesto en esta Ley, tenían restringidas las manifestaciones públicas por indicación del artículo 11 de la Constitución.

2º) Las sociedades cuyo objeto fuera civil o mercantil, en cuyo caso quedan sometidas a las disposiciones del derecho civil y mercantil.

3º) Institutos o corporaciones que se regulen por leyes especiales.

Los clubs de recreo, sport y la Ley de Asociaciones de 1887

En plena era victoriana la situación de los ciudadanos británicos, pertenecientes a un imperio en esos momentos convertido en la primera potencia económica mundial, era bastante distinta y por extensión distante de la que atravesaban los ciudadanos españoles, sumidos en plena descolonización y en una grave situación financiera que era una carga para el Estado. Instalados en España al frente de importantes empresas que extraían minerales, importaban enseres, montaban líneas de ferrocarril, siderúrgicas o navieras, su boyante status social y arraigadas costumbres, les permitieron aislarse del resto de la ciudadanía y edificar en algunos casos determinados barrios al más puro estilo británico en las afueras de las localidades donde residían sintiéndose, salvo la distancia, como en casa. Los clubs de recreo eran una salida natural de aquellas personas para ocupar su tiempo de ocio y el fútbol, una de las actividades deportivas más dinámicas y favoritas, pronto ocupó un lugar preferente dentro de aquellas asociaciones hasta el punto de originarse secciones que atraían a muchos entusiastas socios.

Sin embargo, estas asociaciones perfectamente organizadas y dotadas de juntas directivas que ocupaban diferentes cargos dentro de los clubs ubicados en Minas de Riotinto, Huelva, Sevilla, Jerez de La Frontera, Málaga, Bilbao, Barcelona y más tarde en Las Palmas de Gran Canaria o Santa Cruz de Tenerife, no sintieron la necesidad de registrarse conforme a la Ley de Asociaciones promulgada por el Estado español y, haciendo oídos sordos o mirando hacia otro lado, declinaron someterse a la legislación autóctona al considerar que ellos, por su condición de extranjeros, no podían someterse a una Ley que creían no les afectaba y que era sólo para los españoles. Algunos grupos de ciudadanos británicos se mostraban como un país dentro de otro en el cual convivían juntos pero sin apenas relacionarse entre sí, a excepción de los técnicos cualificados de ambas nacionalidades que sí estaban condenados a entenderse. Los clubs constituidos por ciudadanos británicos interpretaron interesadamente que la Ley de Asociaciones no iba con ellos y pasaron de rositas sin que el Estado, preocupado por otros asuntos y condescendiente con este tipo de asociaciones interviniese, en cuanto a que la Ley era de aplicación universal para todas las asociaciones ubicadas en suelo español, estuviesen compuestas por españoles o extranjeros.

Si las asociaciones originadas por ciudadanos británicos se constituían conforme lo hacían los clubs británicos de la época fuese cual fuese su actividad, es decir, rigiéndose por el derecho privado y quedando normalizados por el Derecho Civil, los clubs constituidos por ciudadanos españoles por imitación siguieron los mismos pasos y, aparte de que hubiesen más o menos extranjeros en sus filas, a la hora de la verdad reaccionaron de la misma forma y, como aquejados de la misma enfermedad, también declinaron pasar por el Registro conforme exigía la Ley de Asociaciones, una situación que no tardarían en rectificar.

La Reforma Fiscal de 1900

A finales del s. XIX España vivía nuevamente una situación muy apurada. La pérdida de Filipinas y la más dolorosa de Cuba, ambas en 1898, habían sumido al país en una profunda crisis de entidad nacional que tuvo como resultado la aparición de un Gobierno reformista que tomara las riendas y condujera al conjunto de españoles en otra dirección. España precisaba un nuevo enfoque y como siempre, el dinero era el arma favorita para emprender cualquier iniciativa.

El 27 de marzo de 1900 el ministro de Hacienda, Raimundo Fernández Villaverde, reformó la Ley Fiscal para conseguir un equilibrio presupuestario, el verdadero problema de la Hacienda española, suponiendo toda una revolución tributaria sin precedentes. Gracias a esta reforma fiscal pasaron a ser impuestos directos la contribución de Inmuebles, Cultivo y Ganadería, la referente a Industria y Comercio, los rendimientos de Trabajo Personal, Capital o mixtos de Trabajo personal junto con el Capital, además de establecerse otros impuestos como el de Derechos Reales y Transmisiones de Bienes, el de Cédulas Personales y los de pagos al Estado, provincia o municipio. Como impuestos indirectos quedaban la Renta de Aduanas, los de Consumo, Timbres, Transportes, Mercancías y otros de carácter especial.

Sin embargo no estaba todo hecho y había que acometer otras fuentes hasta la fecha poco intervenidas por distintas causas. Todas las sociedades religiosas que manejaban grandes sumas de dinero y parte de las extranjeras estaban en el punto de mira por lo poco que contribuían y, aunque se pensaba actuar sobre ambas, lo bien cierto es que la Iglesia, en el caso de la religiosas, era un muro con el cual siempre se había topado y había que derribar. En la prensa de aquellos momentos y en determinados círculos el debate estaba servido, siendo muy habitual la publicación de diversas opiniones tanto a favor como en contra acerca de extender la fiscalización a estas sociedades con toda la implicación política que había detrás.

El Estado y el Real Decreto, de 19 de septiembre de 1901

A lo largo de 1901 el Gobierno del país y siguiendo con la reforma fiscal emprendida apenas un año antes, intenta dar un nuevo apretón de tuerca a las sociedades religiosas y a aquellas integradas por extranjeros residentes en suelo español. El malestar acumulado tras catorce años de condescendencia con estas asociaciones desde que la Ley de Asociaciones fuese emitida en 1887 y prácticamente ignorada por todas ellas al no ser de obligatorio cumplimiento, harta al Gobierno y este decide poner fin emitiendo un Real Decreto el 19 de septiembre de 1901 (Gazeta de Madrid de 20 de septiembre). En esta ocasión la exigencia se convierte en piedra angular y se insta a las asociaciones a cumplir el requisito formal de la inscripción en el Registro. Este Real Decreto desarrolla e interpreta la Ley, pero no la modifica al ser una norma de rango menor.

En el mismo se hace referencia a “las Asociaciones ya entonces existentes“, lo cual implícitamente reconoce la existencia -personalidad jurídica- de las mismas, a la vez que les exige el cumplimiento de un requisito formal. No se condiciona en modo alguno su reconocimiento a su inscripción en el Registro. Más adelante continúa exponiendo que “todavía existen muchas de aquellas y otras fundadas posteriormente (…) remisas en el cumplimiento de tales obligaciones y aunque la ley autoriza su suspensión (…)”. Es decir, el texto legal reconoce explícitamente a “otras fundadas posteriormente”, haciendo una clara alusión a las asociaciones fundadas entre julio de 1887 y septiembre de 1901.

Siguiendo más adelante encontramos que el Gobierno reconoce la existencia de asociaciones “remisas en el cumplimiento” de sus obligaciones y aclara que el Real Decreto autoriza su suspensión, pero como esta suspensión no se ha ejecutado, estas asociaciones siguen siendo válidas. El Real Decreto del 19 de septiembre de 1901 va mucho más allá que la Ley de Asociaciones de 1887 y la no inscripción en el Registro puede acarrear la suspensión de la sociedad, entre ellas las “fundadas posteriormente”, si esa actuación es llevada a cabo por la Autoridad. Para que se entienda, literalmente el legislador está reconociendo como fundadas a estas Asociaciones. En ninguna expresión del texto las considera “no fundadas” o “no constituidas”, aunque señala que tienen pendientes obligaciones formales.

La Real Orden Circular, de 9 de abril de 1902

El Gobierno de España no bromeaba y quería atar cualquier cabo suelto para cercar a todas aquellas asociaciones remisas u “olvidadizas” con la legislación y dentro de su empeño hizo que este Real Decreto de 1901 viniese acompañado seis meses después de una Real Orden Circular, de 9 de abril de 1902 (Gaceta de Madrid de 10 de abril), dirigida a los Gobernadores Civiles de las provincias, en la cual se les encomendaba que fueran especialmente diligentes con las asociaciones para fines religiosos y las formadas por extranjeros, las cuales ejercían actividades en España desde hacía años y cuyos interesados consideraban que la Ley de Asociaciones de 1887 les eximía de cualquier obligación.

Esta Real Orden Circular hace especial mención a las que “ejerzan alguna industria”, las cuales son consideradas de “matrícula de contribución industrial” -lo que hoy sería el Impuesto de Actividades Económicas-, para que cumplan inmediatamente con todos los requisitos formales, recomendando al Gobernador Civil de la provincia pertinente que se ponga de acuerdo con el Delegado de Hacienda de la provincia.

Reacciones tras el Real Decreto de 1901 y la Real Orden Circular de 1902

En la parte que nos afecta, la deportiva, la Ley de 1901 actúa sobre aquellas asociaciones formadas por extranjeros residentes en España, es decir, los clubs recreativos, de entre los cuales destacan aquellos radicados en el suroeste peninsular, caso del Rio-Tinto English Club constituido en 1878, el Huelva Recreation Club creado en 1889 y el Sevilla Foot-ball Club nacido en 1890, pero también a aquellas sociedades existentes en otras partes como en Cataluña, Euskadi o la capital estatal, Madrid, todas ellas con extranjeros implicados en mayor o menor parte entre sus socios como son el Foot-ball Club Barcelona, el Madrid Foot-ball Club o el Athletic Club, de Bilbao.

Como resultado inmediato del Real Decreto de 1901 y de la Real Orden Circular de 1902, la gran totalidad de las sociedades religiosas decidirán inscribirse en el Registro habilitado en la cabecera provincial, siendo las deportivas o recreativas algo más reacias y su compromiso, escalonado. A pesar de todo, la iniciativa en esta ocasión sí tiene mucho mayor éxito que la precedente de 1887 y así vemos como el Rio-Tinto English Club regulariza su situación de forma inmediata el 16 de agosto de 1901, así como otras sociedades dígase Athletic Club, de Bilbao, 5 de septiembre de 1901, Madrid Foot-ball Club, 15 de abril de 1902 o Foot-ball Club Barcelona, 5 de enero de 1903, extrañándose en demasía la tardanza en la entrega de los requisitos de entidades como el Huelva Recreation Club, 18 de mayo de 1903 y el Sevilla Foot-ball Club, 14 de octubre de 1905, constituidas una década antes.

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La no inscripción en el Registro correspondiente de las sociedades Huelva Recreation Club y Sevilla Foot-ball Club durante los seis meses de plazo que otorga el Gobierno a través del Ministerio de Gobernación habla a las claras y demuestra que ambas sociedades estaban inactivas a nivel directivo en ese momento -aunque hay movimiento futbolístico en ambas localidades-, pues de lo contrario y atendiendo al Real Decreto de 1901 y a la Real Orden Circular de 1902, no hubiesen tenido problema alguno en registrarse como es el ejemplo del activo Rio-Tinto English Club.

A tenor de esta constatación -la no inscripción de ambos en el Registro-, puede entenderse que no existieran, pero eso no es así. El Real Decreto de 1901 y la Real Orden Circular de 1902 lo que hacen es obligar a registrarse a aquellas sociedades ya existentes en activo o que se crearán en el futuro, pero en ningún momento obliga a pasar por el Registro a una sociedad sin actividad, ni mucho menos. Carece de total sentido. Una sociedad constituida en una fecha en concreto puede tener un periodo de inactividad durante un periodo indeterminado que puede ser de meses o varios años, pero en el momento que reemprende su actividad no es otra, sino la misma, conservando su fecha de constitución sin objeciones dado que no hay constancia de su disolución. Cabe recordar que para que una sociedad se liquide ha de firmarse su auto-disolución, un paso ineludible que ni Huelva Recreation Club ni Sevilla Foot-ball Club dan desde su constitución hasta 1901 o 1902, momento de emisión del Real Decreto de 1901 y de la Real Orden Circular de 1902. Posteriormente, el Huelva Recreation Club reemprende su actividad en 1903 registrándose ese mismo año, al igual que el Sevilla Foot-ball Club lo hará en 1905 siguiendo los mismos pasos.

Situación legal de los clubs decimonónicos

Con anterioridad a la promulgación de la Ley de 30 de junio de 1887, de Asociaciones, las asociaciones se regían por el derecho privado, siendo que su existencia surgía conforme a las normas del Derecho Civil; si había acuerdo de voluntades para la creación de una asociación con una determinada finalidad y esa actividad era llevada a cabo, había asociación. Pero si el Derecho Civil era quien dictaba las normas, la Constitución de 1876 era quien las avalaba, pues la Carta Magna era la norma jerárquica de rango superior que en su Artículo 13 decía: “Todo español tiene derecho: (…) De asociarse para los fines de la vida humana”.

Las asociaciones constituidas antes de 1887, por lo tanto eran legales. Sin embargo, distinta del Derecho Civil era la Ley de 30 de junio de 1887, de Asociaciones, una norma de carácter administrativo de las denominadas técnicamente como “norma de policía”, cuya función era y es una de las clásicas de la administración pública o del Poder Público, junto con las de “servicio público” y “fomento”. El asociacionismo durante aquellos tiempos estaba recién reconocido constitucionalmente, era muy inmaduro y por parte del Gobierno se tenían muchos recelos por cuanto podían servir de parapeto para cometer actos delictivos y conspiratorios, con lo cual se pensó, tras varios intentos frustrados, en la necesidad de promulgar una Ley capaz de controlar las asociaciones existentes y futuribles mediante el cumplimiento de una serie de requisitos que debían ser recogidos para su aprobación en una sede habilitada para tal fin por el Gobierno: los Registros.

La función de policía que se le suponía a la Ley de 1887 implicaba ejercer un control público sobre determinadas tareas inicialmente libres (por pertenecer al derecho privado) para los particulares. La administración -el Gobierno- intervenía estableciendo condiciones de ejercicio de un derecho (el de asociación) para evitar que se cometieran actividades ilícitas, etc., convirtiéndose los requisitos que establecía, sobre todo los registrales, en un pretexto para hacer transparentes a estas asociaciones, que se conocieran quiénes eran los socios fundadores, a qué se dedicaban, dónde se reunían o qué pasaba con su patrimonio.

No obstante y, a pesar de que la Ley de 30 de julio de 1887, de Asociaciones, instaba a las asociaciones de corte recreativo entre las cuales entraban las deportivas a inscribirse en los Registros provinciales, los clubs novecentistas, como asociaciones que eran, tanto de origen recreativo, atlético o estrictamente futbolístico, para crearse hicieron oídos sordos de la Ley de 1887 y por su cuenta, siendo fieles al derecho privado, se inspiraron directamente en sus homónimos británicos por varios motivos entre los que destacan, obviamente, ser el espejo al que poder mirarse y, concretamente, porque los requisitos para constituirse, coincidían en lo sustancial. Los clubs deportivos de los años ochenta y noventa paradójicamente no sintieron la necesidad de inscribirse en el Registro provincial correspondiente, un derecho de inscripción en el Registro de Asociaciones al que optaban por su condición y, contrariamente a lo esperado por el Gobierno, entendieron que siendo legales y rigiéndose por el derecho privado, normalizado por el Derecho Civil, acogerse al derecho administrativo no les incumbía.

Tal vez pueda entenderse que la situación de los clubs decimonónicos quedaba en tierra de nadie, es decir, de un lado eran legales por estar constituidos arreglo al Derecho Civil y, de otro, se mostraban rebeldes o apáticos a la hora de ejercer su derecho para inscribirse en el Registro de Asociaciones, lo cual les podía conferir la etiqueta o rango de “alegales”, puesto que si bien no mostraban una actitud hostil frente a la Ley de 30 de junio de 1887, de Asociaciones, tampoco se manifestaban proclives a considerarla y aceptar el marco legal que les brindaba con sus derechos y obligaciones.

Sin embargo esta presunta “alegalidad”, en realidad no era tal, y los primeros clubs decimonónicos, amparados por la Constitución de 1876 y el Derecho Civil, aunque no existía ninguna norma formalmente dictada de cómo debían constituirse, en el momento que lo hacían acuerdo a la costumbre y con valor jurídico, automáticamente eran considerados como legales siempre y cuando, claro queda, su actividad fuese lícita.

Basta recordar que una asociación es un acuerdo de voluntades entre varias personas físicas o jurídicas y que ese acuerdo privado hay que considerarlo un negocio jurídico -contrato en el existe consentimiento de las partes, objeto y causa- con un fin lícito. Si el objeto del contrato es lícito, el contrato de acuerdo entre las partes es legal, sin más intervención de la Administración. Por el contrario, si el objeto es ilícito el contrato es nulo. No se puede acordar un contrato con fines ilícitos y tramitar una denuncia en el juzgado para exigir el cumplimiento de la otra parte, ya que éste es nulo de partida. Por lo tanto, para la creación de asociaciones es aplicable toda la costumbre jurídica que se tendría en cuenta para la legalidad de cualquier contrato. Todas las asociaciones creadas para un fin lícito eran legales desde el acuerdo de voluntades. Si alguna tenía un fin ilícito, era nula desde ese momento, no por no admitirse la asociación, sino por la nulidad del acuerdo entre las partes.

En caso alguno pueden dejarse fuera de la Ley a todas las asociaciones creadas antes de la promulgación de la Ley de 30 de junio de 1887, de Asociaciones o del Código Civil, aprobado en 1889 que regula las instituciones fundamentales que forman el Derecho Civil.

La aceptación del concepto de “alegales” dejaría fuera de la legalidad a todas las asociaciones existentes hasta que el Gobierno dictase una norma administrativa de control sobre las mismas y éstas la sancionasen, caso de una Ley de Asociaciones, cuando su derecho a crearse viene recogido en la Constitución de 1876. De aceptarlo, entraríamos en la paradoja de considerarlas “alegales” de un lado, pero constitucionales de otro, una paradoja contemplada por los juristas que redactaron la Ley de 30 de junio de 1887, procuradora de la regularización de los requisitos formales, pero nunca del derecho a la existencia que está por encima de la propia Ley; tanto es así que contemplaba se podía, recordemos, acudir a un notario si no se admitía la documentación en el Registro considerándose perfectamente válida la inscripción.

La Administración, poco experta en aquellos tiempos y todavía no suficientemente curtida para actuar con contundencia, durante la década de los años noventa se mantuvo prácticamente al margen de cualquier atisbo por controlar los clubs con fines deportivos y también de otros tipos de asociaciones como las de orden religioso hasta que, con el cambio de siglo, harta de la apatía y pasotismo de todas ellas, pero con la imperiosa necesidad de fiscalizarlas, hizo un cambio de política y exigió de ellas su inscripción en los Registros de Asociaciones con carácter obligatorio bajo amenaza de suspensión en el caso de no proceder.

Los motivos de la no inscripción registral

Los clubs españoles nacidos a finales del siglo XIX proceden de dos ramas distintas: la recreativa, con las dos asociaciones constituidas en el sureste a manos de empresas como es el caso de Rio-Tinto English Club y Huelva Recreation Club, fenómeno que se repite en otras localidades del país pero sin tanto impacto y, en segundo lugar, la estrictamente futbolística, donde el Sevilla Foot-ball Club es el pionero seguido años después por otras asociaciones como Barcelona Foot-ball Club, Foot-ball Club Barcelona, Catalá Foot-ball Club, Escocés Foot-ball Club o Palamós Foot-ball Club, todos ellos en Cataluña, Athletic Club y Bilbao Foot-ball Club en Bilbao y los madrileños Sky Foot-ball Club y Madrid Foot-ball Club por poner algunos ejemplos. Quizás algunos crean que los clubs de origen británico fueron los únicos que vivieron dentro de un marco alegal en sus inicios, pero la realidad fue bien distinta y lo cierto es que también las sociedades deportivas creadas por españoles de entre finales del s. XIX y principios del s. XX recorrieron el mismo camino viviendo ajenas a la Ley de Asociaciones de 1887. La justificación de este proceder es bien sencilla, aunque evidentemente no todos los casos son iguales, siendo el denominador común entre todos ellos la falta de profesionalidad y por supuesto un más que patente amateurismo.

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Si los clubs recreativos nutren sus filas con empleados, los futbolísticos surgen alimentándose con jóvenes de posición acomodada que practican generalmente otros deportes y que un día determinado, bien por tener contacto con el fútbol como nueva disciplina impartida en los institutos más avanzados, bien por importarlo algún estudiante durante su proceso de formación universitaria en el Reino Unido o bien por tener contacto con una comunidad británica en suelo español, deciden probar fortuna con esta desconocida actividad que está tan de moda en el resto de países europeos.

Clubs como el Sky Foot-ball Club y la Association Sportive Francaise en Madrid, el Athletic Club y el Bilbao Foot-ball Club en la capital vizcaína o multitud de clubs nacidos en cualquier rincón de nuestra geografía que fueron constituidos casi en su totalidad por ciudadanos españoles, surgieron como imitadores de lo que venía desde más allá de la frontera pero no con un carácter tan serio o profesional como los clubs británicos, sino con la condición de que aquellos proyectos eran una aventura y un pasatiempo, no una obligación. A ninguno de los miembros de aquellas sociedades primitivas se les pasaba tan siquiera por la cabeza regularizar su situación porque desconocían dónde iban a llegar con su carrera, dudaban si iban a permanecer mucho tiempo juntos y sobre todo, el fútbol era para ellos un entretenimiento que según su pensar no tenía por qué estar regularizado. Su sola existencia y personalidad jurídica adquirida en el momento de constituirse, para todos ellos bastaba.

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El paso de los primeros años, las escisiones que se producen en el seno de aquellos clubs pioneros y la llegada de nuevas personas con inquietudes más serias que, instruidos en cuestiones legales y sabedores de qué dicen las Leyes, desean formalizar la situación de las sociedades donde se integran, darán un nuevo impulso y una óptica distinta a la mantenida hasta entonces, una actitud que será reforzada además con el Real Decreto del 19 de septiembre de 1901 que amplía la Ley de Asociaciones de 1887. El Real Decreto de 1901 afecta a todas las sociedades constituidas en suelo español y ese mismo año, anticipándose por breves semanas, se registra el Athletic Club bilbaíno al presentar sus Estatutos en el Gobierno Civil. Dentro de los clubs con más solera en el país le sigue el Madrid Foot-ball Club que, con la presencia de los hermanos Padrós, emprende una oficialización a todos los niveles a principios de 1902, yendo incluso más allá al pretender convertirse en el adalid del fútbol español. La ambición de estos hermanos no tiene fin y con una visión futurista impulsan el Campeonato de España de fútbol y el asociacionismo con la creación de una Federación Madrileña. Ellos son quienes tiran del carro en los primeros años y ellos son quienes indican en las bases del Campeonato de España de 1903 que para poder participar hay que estar oficialmente constituido conforme a la legalidad española, es decir, inscrito en el Gobierno Civil. Este paso provoca un efecto dominó en el resto de clubs existentes o pendientes de constituir que obligará a muchas sociedades a regularizar su situación frente al Gobierno y pasar por el Registro de Sociedades.

Particular y curioso es el caso del Foot-ball Club Barcelona quien, estando desde 1899 formado y dirigido mayoritariamente por extranjeros, sobre todo suizos, británicos y alemanes, había pasado de largo con su deber hacia el Registro pese al Real Decreto de 1901 y después con la Real Orden Circular de 1902, retrasando en exceso su regularización oficial y efectuándola en enero de 1903, meses antes de que los hermanos Padrós incluyan la famosa cláusula de legalidad en las bases del primer Campeonato de España.

© Vicent Masià. Noviembre 2011.

Texto revisado: Noviembre 2012.

 

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